Con el corazón melancólico, hoy despedimos a Félix, nuestro jardinero. Él era el alma discreta de esta institución, el motor que hacía que todo oliera a tierra mojada y flores. Félix no era de muchas palabras, pero sus manos, esas que siempre tenían restos de tierra negra bajo las uñas, hablaban por él. En cada rincón que tocaba, dejaba una obra de arte. La gente suele decir que cultivó flores, pero nosotros decimos que cultivó silencios y paz en un mundo que va demasiado rápido. Verlo podar era una clase de paciencia.
Más allá de las plantas, todos lo recordamos por sus pequeñas misiones de rescate. ¿Quién no vio a Félix ir, casi arrastrándose, detrás de la cerca para sacar el enésimo balón que un niño había mandado a un lugar inalcanzable? Nunca protestaba; solo aparecía en el recreo con el balón en la mano, lo lanzaba de vuelta y, con su sonrisa mínima y reservada, les devolvía la alegría a los chicos. Era nuestro “ángel de los balones perdidos”.
Su legado está en la calma que nos transmitía. Se fue antes de que pudiera ver florecer la última planta que tanto cuidó. Nos queda su memoria, que es como esa semilla que, aunque no veamos, sabemos que está allí, lista para brotar con una belleza simple y real.
Descansa en paz, querido Félix.
